La utopía arcaica – Vargas Llosa
Un peán a la revolución
Días antes de matarse, Arguedas había tenido un intercambio de cartas en quechua con Hugo Blanco, líder revolucionario de tendencia trotskista, organizador de sindicatos campesinos y de tomas de tierras en el valle de La Convención, en Cusco, que se hallaba preso en la isla de El Frontón, acusado del asesinato de un policía, y a quien aquél no conocía personalmente. Según la correspondencia,** el episodio comenzó con una visita a Hugo Blanco de Sybila, la mujer de Arguedas, quien le llevó un ejemplar de Todas las sangres y le confió que éste le había escrito una larga carta en quechua, pero que no se animó a enviársela («puede tener vergüenza de mí, diciendo»). Ese mismo día, Hugo Blanco escribió a Arguedas un texto lírico, llamándolo Taytay (Padre), agradeciéndole sus traducciones de textos quechuas al español y exaltando la ternura y los matices de la lengua de los incas, así como las punas de los Andes, «con todo su silencio, con su dolor que no llora». Blanco recuerda un mitin en la plaza del Cusco, donde los campesinos gritaban «¡Que mueran todos los gamonales! » mientras los «blanquitos» «se metían en sus huecos, igual que pericotes» y termina con una profecía: «Días más grandes llegarán; tú has de verlos».
Arguedas respondió con una carta sin fechar, escrita sin duda cuatro días antes de su muerte, en la que llama a Blanco:«Hermano Hugo, querido, corazón de piedra y de paloma ». El texto es un peán a la revolución de los indios, dirigido por un revolucionario a otro revolucionario. Arguedas exhibe
sus credenciales políticas, asegurando que, con excepción de uno solo (se refiere a César Lévano), ningún crítico entendió que la invasión de los indios colonos a la ciudad de Abancay descrita en Los ríos profundos prefiguraba «la sublevación» que sobrevendría en el Perú cuando llegara «ese hombre que la ilumine» y los haga «vencer el miedo, el horror que les tienen » a los gamonales. Dice haber llorado esperando la llegada de ese líder, que es Hugo Blanco: «¿No fuiste tú, tú mismo quien encabezó a esos “pulguientos” indios de hacienda de nuestro pueblo; de los asnos y los perros el más azotado, el escupido con el más sucio escupitajo? Convirtiendo a ésos en el más valeroso de los valientes, ¿no aceraste su alma?».
Luego se refiere a su propia obra, «lágrimas de fuego» con las que «he purificado algo la cabeza y el corazón de Lima, la gran ciudad que negaba, que no conocía bien a su padre y a su madre; le abrí un poco los ojos». Y compara los logros de ambos en la tarea común: «esas cosas hemos hecho; tú lo uno y yo lo otro, hermano Hugo, hombre de hierro que llora sin lágrimas». La admiración por el revolucionario cusqueño (que no se había manifestado durante los años de la acción revolucionaria de éste en La Convención, a principios de los sesenta) da pie a un emotivo recuerdo: el entusiasmo que Arguedas dice haber sentido cuando, en una librería de París, divisó el retrato de Hugo Blanco junto a los de Camilo Cienfuegos y el Che Guevara. Luego de evocar a dos indios que lo protegieron cuando niño —cuyas siluetas recorren míticamente sus cuentos y novelas—, don Victo Pusa y don Felipe Maywa, se despide vaticinando también la revolución: «Ese día que vendrá».
Esta carta, en la que habla de manera críptica de su muerte inminente («mis fuerzas anochecen», «si ahora mue ro, moriré más tranquilo», «te he escrito, feliz, en medio de la gran sombra de mis mortales dolencias»), fue traducida al español por el propio Arguedas, lo mismo que la primera carta de Hugo Blanco, y enviada a la revista Amaru, donde ambas aparecerían —junto con una segunda carta y un cuento de este último que Arguedas llegó a recibir pero no a leer— unas semanas después de su suicidio. Ella es otro de sus testamentos, por la fecha y circunstancias en que fue redactada, y por la imagen que Arguedas quiso legar de sí al escribirla, en la lengua de su infancia, en el momento final: la de un escritor comprometido con la revolución y legitimado como tal por
el respeto de un líder extremista encarcelado.
En verdad, estas cartas son apenas unos apéndices a su verdadero testamento, El zorro de arriba y el zorro de abajo, la novela que dejó sin concluir y uno de cuyos asuntos centrales es su suicidio, anunciado desde las primeras páginas como probable final del libro.
domingo, 28 de noviembre de 2010
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