sábado, 9 de marzo de 2013
Las mujeres y el mito de la modernidad
Norma Giarracca
Fue en el siglo XX cuando las mujeres emergieron al espacio público o mejor dicho, reaparecieron con fuerza en los espacios de la querella por la libertad y la búsqueda de derechos. Los pensadores de las corrientes denominadas “decoloniales” (Anibal Quijano, Ramón Grosfoguel, Walter Mignolo) señalan que la formación del patriarcado tal cual lo conocemos hoy en occidente, surge con la matriz de dominación moderna/colonial y atraviesa todos los espacios, desde el económico hasta los dominios domésticos.
Solemos sostener para nuestro país a contramano de los pensadores liberales, que la consolidación del “capitalismo moderno” arrincona a las mujeres al ámbito doméstico desde donde comienzan a emprender sus resistencias cotidianas primero y luego sus luchas colectivas en significativos movimientos sociales. Estudios históricos demuestran que la figura femenina, tradicionalmente anclada en el rancho (o cualquiera fuera la denominación del orden doméstico), se corresponde con el proceso de colonización europea y la expansión capitalista. Antes de la expansión de la agricultura granaria, las mujeres criollas o indias aparecían en la iconografía de la época como activas compañeras del gaucho trashumante; se las documenta como cazadoras, galleras, jinetes, a la par del hombre. La figura de la mujer circunscripta al hogar y a la vida familiar se va conformando, sobre todo en la región cerealera, a partir de la segunda mitad del siglo XIX y coincide con la expansión de la agricultura y la colonización europea. En el resto del país, esa figura se consolida a medida que los territorios son subordinados al poder central y a los destinos económicos dictados desde el puerto; dejamos de encontrar en ese momento a mujeres como Victoria Romero, Juana Azurduy, Dolores Díaz.
El discurso “agrarista” del agrónomo francés Carlos Lemeé contratado por las
“modernizadoras” corporaciones agrarias pampeanas como la Sociedad Rural Argentina, expresó con claridad los destinos reservados a las mujeres. En un libro de 1895, se dirige a la mujer rural argentina para que logre convertirse en “la reina del hogar” y exalta para ello los valores de austeridad y laboriosidad familiar dentro del ámbito doméstico. En una época de consolidación del país agroexportador, el autor resaltaba la figura de la europea occidental como el modelo de mujer de campo a seguir. El arquetipo de la mujer criolla o indígena “indisciplinada”, debía desaparecer para lograr convertirlas en ecónomas austeras. Se buscaba la austeridad de las mujeres domesticadas para que el agricultor acumulara el capital necesario para convertirse en un actor eficiente del capitalismo agrario en expansión.
Si esto ocurría en lo que algunos insisten en consideran erróneamente el “campo atrasado” no era muy diferente la vida de las mujeres en el incipiente capitalismo urbano. Aquellas mujeres que no pertenecían a los sectores dominantes o no estaban a cargo de un hombre tenían la obligación de demostrar que trabajaban para lograr su sustento, ya fuese por jornal o por servicio doméstico (nodrizas o sirvientas). De este modo, comenzaron a aparecer severas leyes provinciales que controlaban el lugar de las mujeres a través de la exigencia de papeletas firmadas por los patrones, que aseguraban las mudanzas bajo control. Por otro lado, la supuestamente avanzada ley 1420 de educación obligatoria de 1884, estableció que las niñas debían aprender “labores de manos y nociones de economía doméstica”, que incluía limpieza, preparación de alimentos, lavado, planchado y plegado de ropa, contabilidad casera y medidas de ahorro, y recibir una instrucción básica. Es decir, consignas no muy diferentes a las recomendadas por Carlos Lemeé a la “reina del hogar” rural.
Las mujeres pobres entraban en los mercados informales del trabajo doméstico y, con el paso del tiempo asumían algunos oficios como los de costurera, enfermera o telefonista. Si bien existen algunos registros de mujeres participantes en sindicatos o gremios, son la excepción y no la regla. En síntesis, como bien señalan varias historiadoras, la población valorada como trabajadora, ciudadana y/o miliciana era exclusivamente masculina y la mujer quedó vinculada y naturalizada en la reproducción de la vida dentro de una unidad familiar jerárquica.
A pesar de innegables avances durante el siglo XX el orden patriarcal capitalista moderno sigue vigente y coexiste en este mundo globalizado con muchos otros patriarcados de sociedades no occidentales. Y es importante recordar que la mayoría de ellos está siendo cuestionado y revisado; no es sólo el occidental. Las voces de las mujeres zapatista y de otros pueblos indígenas, el feminismo islámico, de la India o el de muchos países africanos, muestran que en cada cultura existen procesos de resistencias activas a esta dominación. Comprenderlo de este modo y no reducirlo a las resistencias en las sociedades “occidentales” nos ubica como latinoamericanos en un entramado intercultural desde donde podemos avanzar en dos grandes nodos del entramado del poder que acarrean consecuencias violentas y nefastas: los que refieren al orden patriarcal que nos ocupamos de su origen aquí, pero también los que reenvían al rasgo moderno de jerarquizar seres humanos, culturas, naciones ubicando a “occidente” siempre en la cúspide. Procesos que desde hace siglos muestran el racismo junto al patriarcado, como núcleos significativos de nuestra formación histórica social.
Socióloga. Instituto Gino Germani- UBA.
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