Intervención resumida de Gustavo Esteva en el Festival Internacional de las Dignas Rabias, Chiapas, enero de 2009
Vengo de oído.
Me han pedido, en el pequeño mundo oaxaqueño en que vivo, que escuche bien todo lo que se diga en este festival. Queremos aprender, sobre todo, cómo es que otras rabias logran contenerse y evitar la explosión violenta.
Porque nosotros ya no aguantamos.
Desde hace dos años me acosa continuamente una imagen que han recogido varios documentales del movimiento oaxaqueño. La cámara camina junto al niño –doce años apenas- que avanza con decisión, llenas de piedras sus manos, para enfrentarse a la policía que está frente a la universidad el día de Todos los Santos, en 2006. Parece imposible detenerlo o moderar siquiera su coraje, la firmeza y dignidad de su expresión. “Somos pueblo”, dice como conclusión de su discurso político; “Y el pueblo nunca se raja”.
“Está muy bien eso que dicen de la no violencia”, comentó un joven barricadero en uno de nuestros talleres. “Pero ustedes deben saber que la próxima vez no será con resorteras”. ¿Qué decirle? No están fraguando una guerrilla urbana. Pero olfatean que pronto habrá otra confrontación mayor con la policía y se preparan a la defensa armada de su barrio. ¿Cómo dar cauce a su rabia?
La rabia se acumula cotidianamente, cotidianamente estimulada por nuevas provocaciones políticas y económicas. ¿Cómo evitar que nos desborde? ¿Cómo hacerla creativa? ¿Cómo transformar nuestra rabia en coraje? No el coraje que expresa simplemente enojo, disgusto, resentimiento. El coraje que significa arrojo, la decisión de actuar, la capacidad de tomar iniciativa…
Hace 40 años, en la época de la Marcha al Pentágono, Iván Illich y sus amigos lanzaron un “Llamado a la celebración”. Era una invitación a celebrar lo que podemos hacer juntos,
para que cada uno de nosotros y cada grupo con los que vivimos y trabajamos se conviertan en el modelo de la era que deseamos crear...
Todos estamos lisiados –física, mental o emocionalmente, sostenían en el manifiesto. Debemos luchar juntos para crear el nuevo mundo. Debemos construir con esperanza, gozo y celebración. No nos queda tiempo para la destrucción, el odio, la ira…
En el futuro debemos acabar con el uso del poder y la autoridad coercitivos, es decir, la condición en que se usa la posición jerárquica para imponer una acción. Si una frase pudiera resumir la naturaleza de la nueva era sería: el fin del privilegio y la licencia…
La creciente dignidad de cada hombre y cada mujer y de cada relación humana desafiará necesariamente los sistemas existentes…
Este llamado, concluía el manifiesto, es un llamado a vivir el futuro. Juntémonos gozosamente para celebrar la conciencia de que podemos hacer que nuestra vida, hoy, tenga la forma del futuro de mañana… (Illich 1971, 16-18)
Me parece que ese espíritu, esa actitud, recogen bien lo que hoy nos reúne aquí.
Sí, es cierto, estamos muy enojados, llenos de rabia. Pero no hay tiempo para llanto, furia destructiva o menos aún desesperación. Se nos ha invitado a un festival, para celebrar con espíritu de fiesta nuestra nueva esperanza, “esa rebeldía que rechaza el conformismo y la derrota”, una esperanza que también se llama dignidad, “esa patria sin nacionalidad, ese arcoiris que es también puente, ese murmullo del corazón sin importar la sangre que lo vive, esa rebelde irreverencia que burla fronteras, aduanas y guerras” (EZLN 1997, 126).
Por eso me mandaron de oído, para escuchar bien lo que aquí se diga, y para aprender de todas las rabias que aquí se han reunido.
Vengo de oído, pero quiero también decir mi palabra.
La perversión de la mirada
Me han pedido, en el pequeño mundo oaxaqueño en que vivo, que escuche bien todo lo que se diga en este festival. Queremos aprender, sobre todo, cómo es que otras rabias logran contenerse y evitar la explosión violenta.
Porque nosotros ya no aguantamos.
Desde hace dos años me acosa continuamente una imagen que han recogido varios documentales del movimiento oaxaqueño. La cámara camina junto al niño –doce años apenas- que avanza con decisión, llenas de piedras sus manos, para enfrentarse a la policía que está frente a la universidad el día de Todos los Santos, en 2006. Parece imposible detenerlo o moderar siquiera su coraje, la firmeza y dignidad de su expresión. “Somos pueblo”, dice como conclusión de su discurso político; “Y el pueblo nunca se raja”.
“Está muy bien eso que dicen de la no violencia”, comentó un joven barricadero en uno de nuestros talleres. “Pero ustedes deben saber que la próxima vez no será con resorteras”. ¿Qué decirle? No están fraguando una guerrilla urbana. Pero olfatean que pronto habrá otra confrontación mayor con la policía y se preparan a la defensa armada de su barrio. ¿Cómo dar cauce a su rabia?
La rabia se acumula cotidianamente, cotidianamente estimulada por nuevas provocaciones políticas y económicas. ¿Cómo evitar que nos desborde? ¿Cómo hacerla creativa? ¿Cómo transformar nuestra rabia en coraje? No el coraje que expresa simplemente enojo, disgusto, resentimiento. El coraje que significa arrojo, la decisión de actuar, la capacidad de tomar iniciativa…
Hace 40 años, en la época de la Marcha al Pentágono, Iván Illich y sus amigos lanzaron un “Llamado a la celebración”. Era una invitación a celebrar lo que podemos hacer juntos,
para que cada uno de nosotros y cada grupo con los que vivimos y trabajamos se conviertan en el modelo de la era que deseamos crear...
Todos estamos lisiados –física, mental o emocionalmente, sostenían en el manifiesto. Debemos luchar juntos para crear el nuevo mundo. Debemos construir con esperanza, gozo y celebración. No nos queda tiempo para la destrucción, el odio, la ira…
En el futuro debemos acabar con el uso del poder y la autoridad coercitivos, es decir, la condición en que se usa la posición jerárquica para imponer una acción. Si una frase pudiera resumir la naturaleza de la nueva era sería: el fin del privilegio y la licencia…
La creciente dignidad de cada hombre y cada mujer y de cada relación humana desafiará necesariamente los sistemas existentes…
Este llamado, concluía el manifiesto, es un llamado a vivir el futuro. Juntémonos gozosamente para celebrar la conciencia de que podemos hacer que nuestra vida, hoy, tenga la forma del futuro de mañana… (Illich 1971, 16-18)
Me parece que ese espíritu, esa actitud, recogen bien lo que hoy nos reúne aquí.
Sí, es cierto, estamos muy enojados, llenos de rabia. Pero no hay tiempo para llanto, furia destructiva o menos aún desesperación. Se nos ha invitado a un festival, para celebrar con espíritu de fiesta nuestra nueva esperanza, “esa rebeldía que rechaza el conformismo y la derrota”, una esperanza que también se llama dignidad, “esa patria sin nacionalidad, ese arcoiris que es también puente, ese murmullo del corazón sin importar la sangre que lo vive, esa rebelde irreverencia que burla fronteras, aduanas y guerras” (EZLN 1997, 126).
Por eso me mandaron de oído, para escuchar bien lo que aquí se diga, y para aprender de todas las rabias que aquí se han reunido.
Vengo de oído, pero quiero también decir mi palabra.
La perversión de la mirada
Necesitamos otra mirada. La que nos instalaron no nos deja ver lo que ocurre y lanza nuestra rabia en dirección perversa. Nuestra mirada política se construyó con la noción de vanguardia y adoptó como horizonte el estado. Así se corrompió.
Desde Lenin se estableció que un grupo de iluminados, que ha dado forma a un programa revolucionario, conducirá a las masas a la tierra prometida que han concebido para ellas. La lucha contra el estado, inscrita en ese programa, será lucha por el estado, para conquistarlo. La izquierda parece estar de acuerdo en esto. Sigue considerando que el estado es el agente principal de la transformación y el objeto principal de la actividad política: por eso hay que tomarlo.
Desde Lenin se estableció que un grupo de iluminados, que ha dado forma a un programa revolucionario, conducirá a las masas a la tierra prometida que han concebido para ellas. La lucha contra el estado, inscrita en ese programa, será lucha por el estado, para conquistarlo. La izquierda parece estar de acuerdo en esto. Sigue considerando que el estado es el agente principal de la transformación y el objeto principal de la actividad política: por eso hay que tomarlo.
Formados en esta tradición, hemos llegado a percibir al estado como una simple estructura de mediación, como un medio que baila el son que le tocan. Será fascista si lo toman los fascistas, revolucionario si está en manos de los revolucionarios, demócrata si los demócratas triunfan. La acción revolucionaria buscaría, simplemente, una sustitución del agente a cargo de conducir el estado ue el pueblo expulse a los usurpadores y el Estado se encargará de todo, decía irónicamente Poulantzas…
A estas alturas, no podemos ya evadir la conciencia de que el estado-nación, desde la más feroz de las dictaduras hasta la más tierna y pura de las democracias, ha sido y es una estructura para dominar y controlar a la población…a fin de ponerla al servicio del capital, mediante el uso de su monopolio legal de la violencia. Fue diseñado para ese fin, absorbiendo y pervirtiendo una diversidad de formas de estado y de nación que existían antes de él. El estado moderno es el capitalista colectivo ideal. Como guardián de los intereses del capital, opera como dictadura hasta en el más democrático de los estados modernos. Por eso es necesario resistirlo y acosarlo continuamente en la lucha anticapitalista…y por eso mismo hay que huir como de la peste de toda tentación de ocuparlo o colaborar con él. Por eso, una vez ganada la lucha, hay que deshacerse de él, demoliendo hasta sus cimientos toda la maquinaria estatal.
Dos formas de autodestrucción emanan de la peculiar obsesión de la izquierda en relación con la toma del Poder. La primera es bien conocida: la corrupción. El sentido ético desaparece al tomar el Poder. Los ideales de la iniciativa original se disuelven progresivamente en la práctica de lucha. Tomar el poder, definido como medio para realizar aquellos ideales, se convierte poco a poco en el fin. Una vez separados medios de fines y reducidos éstos a la toma del poder, se justifican todos los medios, lo que incluye traición, colaboracionismo, complicidad, cualquier suerte de deshonestidades y crímenes, impunidad, una cínica, descarada falta de integridad.
La forma perniciosa de autodestrucción de la izquierda que se produce con la corrupción se combina por lo general con otra que pocas veces se toma en cuenta. Perdemos la mirada, la extraviamos, no sólo por estar mirando siempre hacia arriba sino por pretender que vemos desde arriba. Por el afán de ocupar el estado, empezamos a pensar como estado (Scott 1998).
Muchos años de tradición teórica y práctica política nos han educado en esa visión desde arriba, como si ya estuviéramos ahí, y en la propensión a dar por sentado que son reales meras entidades abstractas (como el propio estado), atribuyéndoles una concretud fuera de lugar que se convierte en superstición. La imaginación política tiende así a formularse con visión imperial, desde lo alto de una gran teoría o desde la cumbre del Poder político – y así perdemos suelo, en el pensamiento, y sentido de realidad, en la práctica política.
Muchos militantes de la transformación plantean como requisito previo para actuar una visión de conjunto de la sociedad, la descripción de la nueva tierra prometida, la formulación del programa revolucionario al que todos habrán de sumarse… Pero la acción transformadora no necesita basarse en una visión futura de la "sociedad en conjunto"; es preciso, por lo contrario, romper radicalmente con la tiranía de los discursos globalizantes que postulan visiones de esa índole. La "sociedad en conjunto" no es sino el resultado de una multiplicidad de iniciativas y procesos, en su mayor parte impredecibles. Puede vérsele como horizonte o perspectiva del tipo arco-iris: como él, tiene colores brillantes y difusos y es siempre inalcanzable (Foucault, 1979). Los trabajadores, decía Marx al celebrar la Comuna de París, “no tienen alguna utopía lista para implantarla por decreto del pueblo. Saben que para conseguir su propia emancipación…tendrán que pasar por largas luchas…No tienen que realizar algunos ideales, sino dar rienda suelta a los elementos de la nueva sociedad que la vieja lleva en su seno” (Marx 1970, 72).
La cuestión que hoy tenemos planteada no es la de quién está en el Poder, allá arriba, ni de qué forma cualquier persona, grupo o partido logran una posición de Poder, a través de elecciones o por cualquier otro medio. La cuestión estriba en la naturaleza misma del sistema de Poder en el estado nación, como estructura de dominación y control.
“No llegar a enamorarse del poder”, nos advertía Foucault (1983,. Caen en delirio, enamorados de él, quienes lo ejercen al conquistarlo, en las cumbres del Poder estatal o en pequeños puestos del más insignificante municipio. Un delirio semejante agobia a quienes luchan por él. Porque a final de cuentas el poder es una relación, no una cosa que pueda distribuirse, algo que unos tengan y otros no, algo que puede conquistarse y ejercerse para diversos propósitos, como una herramienta cualquiera. En el marco del estado-nación, el Poder expresa una relación de dominación y control, una relación en que una de las partes domina y controla a la otra para realizar lo que esa parte desea, desde altos ideales hasta pequeñas transas. Quien lucha por tomar ese Poder adquiere el virus de dominar y controlar y lo aplica sin rubor sobre sus propios compañeros de lucha, puesto que todos los medios se valen para sus “altos fines” y los rivales pueden constituir un obstáculo para alcanzar éstos.
En vez de ese callejón sin salida, la lucha justiciera que en sustancia define a la izquierda ha de concentrarse en la generación de relaciones sociales en las que no tengan cabida las asociadas con ese Poder, nuevas relaciones sociales en que el poder sólo sea la expresión autónoma de la dignidad, relaciones construidas desde abajo por la gente común, no por una vanguardia iluminada.
La lucha misma y el mundo nuevo no han de concebirse a la manera de ingenieros sociales que conducen a las masas al paraíso que inventaron para ellas. Es a la inversa. Consisten en entregarse sin reservas a la creatividad de los hombres y mujeres reales, ordinarios, que son, a final de cuentas, quienes hacen las revoluciones y crean nuevos mundos.
La otra democracia
La lucha anticapitalista exige reivindicar con firmeza otra democracia.
El debate sobre la democracia se concentra usualmente en las formas necesarias para que la voluntad ciudadana se exprese libre y plenamente en las elecciones, y para que se le respete en el ejercicio del poder político y en la práctica de la administración pública. Domina la impresión de que "la democracia es formal o no es democracia”
A pesar de esa impresión dominante, tal idea de democracia carece del prestigio histórico que se le atribuye: el propio Aristóteles, que se toma a menudo como referencia última, la vio como una forma corrupta e indeseable de gobierno. Así la percibió siempre una mayoría de personas razonables en todas partes.
A estas alturas, no podemos ya evadir la conciencia de que el estado-nación, desde la más feroz de las dictaduras hasta la más tierna y pura de las democracias, ha sido y es una estructura para dominar y controlar a la población…a fin de ponerla al servicio del capital, mediante el uso de su monopolio legal de la violencia. Fue diseñado para ese fin, absorbiendo y pervirtiendo una diversidad de formas de estado y de nación que existían antes de él. El estado moderno es el capitalista colectivo ideal. Como guardián de los intereses del capital, opera como dictadura hasta en el más democrático de los estados modernos. Por eso es necesario resistirlo y acosarlo continuamente en la lucha anticapitalista…y por eso mismo hay que huir como de la peste de toda tentación de ocuparlo o colaborar con él. Por eso, una vez ganada la lucha, hay que deshacerse de él, demoliendo hasta sus cimientos toda la maquinaria estatal.
Dos formas de autodestrucción emanan de la peculiar obsesión de la izquierda en relación con la toma del Poder. La primera es bien conocida: la corrupción. El sentido ético desaparece al tomar el Poder. Los ideales de la iniciativa original se disuelven progresivamente en la práctica de lucha. Tomar el poder, definido como medio para realizar aquellos ideales, se convierte poco a poco en el fin. Una vez separados medios de fines y reducidos éstos a la toma del poder, se justifican todos los medios, lo que incluye traición, colaboracionismo, complicidad, cualquier suerte de deshonestidades y crímenes, impunidad, una cínica, descarada falta de integridad.
La forma perniciosa de autodestrucción de la izquierda que se produce con la corrupción se combina por lo general con otra que pocas veces se toma en cuenta. Perdemos la mirada, la extraviamos, no sólo por estar mirando siempre hacia arriba sino por pretender que vemos desde arriba. Por el afán de ocupar el estado, empezamos a pensar como estado (Scott 1998).
Muchos años de tradición teórica y práctica política nos han educado en esa visión desde arriba, como si ya estuviéramos ahí, y en la propensión a dar por sentado que son reales meras entidades abstractas (como el propio estado), atribuyéndoles una concretud fuera de lugar que se convierte en superstición. La imaginación política tiende así a formularse con visión imperial, desde lo alto de una gran teoría o desde la cumbre del Poder político – y así perdemos suelo, en el pensamiento, y sentido de realidad, en la práctica política.
Muchos militantes de la transformación plantean como requisito previo para actuar una visión de conjunto de la sociedad, la descripción de la nueva tierra prometida, la formulación del programa revolucionario al que todos habrán de sumarse… Pero la acción transformadora no necesita basarse en una visión futura de la "sociedad en conjunto"; es preciso, por lo contrario, romper radicalmente con la tiranía de los discursos globalizantes que postulan visiones de esa índole. La "sociedad en conjunto" no es sino el resultado de una multiplicidad de iniciativas y procesos, en su mayor parte impredecibles. Puede vérsele como horizonte o perspectiva del tipo arco-iris: como él, tiene colores brillantes y difusos y es siempre inalcanzable (Foucault, 1979). Los trabajadores, decía Marx al celebrar la Comuna de París, “no tienen alguna utopía lista para implantarla por decreto del pueblo. Saben que para conseguir su propia emancipación…tendrán que pasar por largas luchas…No tienen que realizar algunos ideales, sino dar rienda suelta a los elementos de la nueva sociedad que la vieja lleva en su seno” (Marx 1970, 72).
La cuestión que hoy tenemos planteada no es la de quién está en el Poder, allá arriba, ni de qué forma cualquier persona, grupo o partido logran una posición de Poder, a través de elecciones o por cualquier otro medio. La cuestión estriba en la naturaleza misma del sistema de Poder en el estado nación, como estructura de dominación y control.
“No llegar a enamorarse del poder”, nos advertía Foucault (1983,. Caen en delirio, enamorados de él, quienes lo ejercen al conquistarlo, en las cumbres del Poder estatal o en pequeños puestos del más insignificante municipio. Un delirio semejante agobia a quienes luchan por él. Porque a final de cuentas el poder es una relación, no una cosa que pueda distribuirse, algo que unos tengan y otros no, algo que puede conquistarse y ejercerse para diversos propósitos, como una herramienta cualquiera. En el marco del estado-nación, el Poder expresa una relación de dominación y control, una relación en que una de las partes domina y controla a la otra para realizar lo que esa parte desea, desde altos ideales hasta pequeñas transas. Quien lucha por tomar ese Poder adquiere el virus de dominar y controlar y lo aplica sin rubor sobre sus propios compañeros de lucha, puesto que todos los medios se valen para sus “altos fines” y los rivales pueden constituir un obstáculo para alcanzar éstos.
En vez de ese callejón sin salida, la lucha justiciera que en sustancia define a la izquierda ha de concentrarse en la generación de relaciones sociales en las que no tengan cabida las asociadas con ese Poder, nuevas relaciones sociales en que el poder sólo sea la expresión autónoma de la dignidad, relaciones construidas desde abajo por la gente común, no por una vanguardia iluminada.
La lucha misma y el mundo nuevo no han de concebirse a la manera de ingenieros sociales que conducen a las masas al paraíso que inventaron para ellas. Es a la inversa. Consisten en entregarse sin reservas a la creatividad de los hombres y mujeres reales, ordinarios, que son, a final de cuentas, quienes hacen las revoluciones y crean nuevos mundos.
La otra democracia
La lucha anticapitalista exige reivindicar con firmeza otra democracia.
El debate sobre la democracia se concentra usualmente en las formas necesarias para que la voluntad ciudadana se exprese libre y plenamente en las elecciones, y para que se le respete en el ejercicio del poder político y en la práctica de la administración pública. Domina la impresión de que "la democracia es formal o no es democracia”
A pesar de esa impresión dominante, tal idea de democracia carece del prestigio histórico que se le atribuye: el propio Aristóteles, que se toma a menudo como referencia última, la vio como una forma corrupta e indeseable de gobierno. Así la percibió siempre una mayoría de personas razonables en todas partes.
Se han formulado argumentos fuertes contra esa democracia. Algunas objeciones han quedado resueltas, pero han aparecido otras, como las relativas a la nueva tecnología de la represión o al papel de los medios masivos en la vida política. Se argumenta, por ejemplo, que no se ha encontrado remedio a las nuevas formas de manipulación o control de los votantes, que hacen ilusoria la efectividad formal del sufragio.
Otro campo de crítica moderna a la democracia se encuentra en el régimen de partidos, que logró “controlar la democracia" (Macpherson 1977, 64). Los partidos manipulan a los votantes y mantienen un control elitista de las opciones del electorado. Y los partidos carecen de mecanismos efectivos para que los militantes controlen a los dirigentes: la democracia intra-partidaria brilla por su ausencia (Macpherson 1964, 18).
En vez del gobierno de la mayoría que repugnaba a Aristóteles, se llama hoy democracia a un sistema oligárquico en que las elites partidarias y sus socios controlan al Estado. Quienes ayer resistían el sufragio, por temor a "la tiranía de las mayorías", hoy lo defienden con pasión: los partidos y los medios impiden que aquellas gobiernen.
En el mundo real, el modelo democrático ha sido siempre elitista: asegura la reproducción de minorías autoelegidas. En una democracia, una pequeña minoría decide por los demás: es siempre una minoría del pueblo y casi siempre una minoría de los electores quien decide qué partido ejercerá el gobierno; una minoría exigua promulga las leyes y toma las decisiones importantes. La alternancia en el poder o los contrapesos democráticos no modifican ese hecho.
La construcción de la democracia moderna fue sin duda un triunfo popular: reivindicó para el pueblo la soberanía y el poder que se atribuían a los reyes. Esa misma operación, sin embargo, forjó una nueva mitología política, ahora dominante, según la cual las mayorías electorales serían capaces de orientar la acción política y determinar su resultado.
En todo caso, el cinismo, la corrupción y el desarreglo a que han llegado gobiernos y partidos en las sociedades democráticas, así como la continua inyección de miedo, miseria y frustración que se aplica a sus súbditos, exige replantearse las instituciones dominantes, evitando lo que parece constituir un nuevo "fundamentalismo democrático" (Archipiélago 1992). El Estado se ha convertido en un conglomerado de sociedades anónimas, en que cada una se dedica a promover su propio producto y servir sus intereses propios. El conjunto produce "bienestar", bajo la forma de educación, salud, empleo, etc. En su oportunidad, los partidos políticos reúnen a todos los accionistas para elegir un consejo de administración. Y estos accionistas no sólo son, ahora, las empresas privadas nacionales o transnacionales, sino también los grandes gremios profesionales a su servicio o al del Estado (como los trabajadores de la educación o la salud), que al defender sus propios intereses fortalecen el sistema del que derivan dignidad e ingresos y al mismo tiempo los mantiene bajo subordinación y control (Illich 1978, 207-8).
En los últimos veinte años los mexicanos hemos aprendido lo que en otras partes ha requerido décadas y hasta siglos: los límites de la democracia de representación. Sabemos ya lo que ese régimen no puede dar. Necesitamos ahora examinar opciones de reconstrucción de la vida social, que escapen a la ilusión democrática sin caer en nuevas formas de despotismo o dictadura. Y esto puede implicar enfrentarse al vacío: no parece haberlas. En este punto, no sólo se tiene la sensación de que no hay respuesta: no hay siquiera debate.
Por otro lado, están las condiciones reales: el mundo se está cayendo a pedazos y quizás es el momento de venir con nuevas ideas o pensarlo todo de nuevo. No estamos en buenas condiciones, porque no hicimos la tarea por mucho tiempo, como colectividad. Pero este puede ser el momento de impulsar las nuevas ideas (Esteva/Shanin 1992).
El ideal democrático es hoy universal e indiscutible, pero desdibujado. Estar por la democracia carece ya de significado preciso y da lugar a posiciones muy distintas. La noción que domina en las clases políticas y en los medios, que deja allá arriba todo el proceso democrático, nunca ha ejercido particular atracción para la mayoría de los mexicanos. Para quienes forman el "pueblo", democracia es asunto de sentido común: que la gente común gobierne su propia vida. No se refiere a un conjunto de instituciones, sino a un proyecto histórico. No aluden a una forma específica de gobierno, sino a los asuntos de gobierno, a la cosa misma, al poder del pueblo. Se le ha estado llamando "democracia radical". Aunque la expresión no se ha empleado mayormente en México, recoge bien experiencias y debates populares. Quienes se llaman a sí mismos "demócratas radicales" expresan con precisión su contenido.
Democracia radical significa democracia en su forma esencial, en su raíz…Desde el punto de vista de la democracia radical, la justificación de cualquier otro tipo de régimen es como la ilusión de la nueva ropa del emperador. Aún quienes han perdido su memoria política...pueden todavía descubrir que la verdadera fuente del poder está en ellos mismos. Democracia es…el fundamento de todo discurso político...Concibe a la gente reunida en el espacio público, sin tener sobre sí el gran Leviatán paternal ni la gran sociedad maternal; sólo el cielo abierto -la gente que hace de nuevo suyo el poder del Leviatán, libre para hablar, para escoger, para actuar". (Lummis 1996, 25-27).
Es una noción omnipresente en la teoría política y el debate democrático y a la vez peculiarmente ausente: se flirtea con ella y se le esquiva, como si nadie se animara a abordarla a fondo y de principio a fin; como si fuera demasiado radical o ilusoria: lo que todo mundo busca pero nadie puede alcanzar.
La democracia radical pretende que el poder del pueblo se manifieste en el ejercicio mismo del poder, no sólo en su origen o constitución. Se trata de vivir en el "estado de democracia": mantener en la vida cotidiana esa condición concreta y abierta, mediante cuerpos políticos en que la gente pueda ejercer su poder. No existen opciones claras al respecto: por cien años dejamos de pensar, obsesionados con la disputa ideológica. Pero al buscarlas, aparecen en la perspectiva diversas comunidades urbanas o rurales y las nuevas reformulaciones del Estado.
Las comunidades aparecen como alternativa porque en ellas se restablece la unión entre la política y el lugar[v] y el pueblo adquiere una forma en que puede ejercer su poder, sin necesidad de rendirlo al Estado. Está resurgiendo la convicción de que "el futuro será de alguna manera un hecho comunitario. El socialismo tenía un ímpetu comunitario, pero se volvió colectivismo, burocracia y autodestrucción.” (Esteva/Shanin 1992).
El estilo propiamente democrático, basado en comunidades urbanas y rurales, es manifiestamente imposible en la forma del estado-nación centralista. Pero eso no significa, en modo alguno, que no pueda ser la base de funcionamiento de las sociedades contemporáneas. Es posible concebir y llevar a la práctica modalidades de "estado" o "nación" en que se armonice la coexistencia de esas comunidades y se reserven algunas funciones generales, bien delimitadas, a cuerpos políticos que retengan el estilo realmente democrático de aquellas a la escala de las sociedades actuales.
Tal empeño contaría, además, con la oportunidad histórica para intentarlo: la función principal del estado-nación, la administración de la economía nacional, desaparece rápidamente, a medida que todas las economías pierden sus contornos nacionales. El intento de transferir esa función a estructuras macro-nacionales no ha tenido demasiado éxito, pero resucita diversas formas de nacionalismo y reaviva el impulso por recuperar aquella función para comunidades y regiones. Se está generando así la tensión social y política que comienza a dar factibilidad al empeño de dar una nueva forma a los cuerpos políticos.
Al tiempo de consolidar y profundizar la democracia en las comunidades rurales y urbanas, necesitamos reivindicar el recurso al procedimiento jurídico y constitucional para dar nueva forma a la organización política del país, basándola en el poder del pueblo y en un pacto social que reconozca su pluralismo fundamental, que generalice el principio de "mandar obedeciendo" a todas las esferas de ejercicio del poder y que reduzca al mínimo indispensable, para funciones bien acotadas en la ley y en la práctica en cuerpos sometidos a control popular, los espacios en que el principio de representación sería reemplazado por el de servicio.
A medida que la catástrofe se convierte en crisis política y el Estado, como sociedad por acciones, pierde legitimidad, se reafirma la necesidad de un procedimiento constitucional. Igualmente, la pérdida de credibilidad de los partidos, como facciones rivales de accionistas, subraya la importancia de recurrir a los procedimientos contradictorios en política, a partir de los movimientos populares y de sus coaliciones de descontentos (Illich 1978, 207; Esteva 1994).
Al recurrir al procedimiento jurídico y la fuerza política, la articulación eficaz de los movimientos sociales puede hacer valer el poder de la gente sin entregarlo y, por lo contrario, ampliando espacios para su ejercicio y limitando progresivamente el del Estado.
Todo esto, a mi entender, se encuentra plasmado en la lucha actual por la autonomía, que los zapatistas inscribieron en la agenda política nacional. "Como pueblos indígenas que somos," señalaron los zapatistas, "exigimos gobernarnos por nosotros mismos, con autonomía, porque ya no queremos ser súbditos de la voluntad de cualquier poder nacional o extranjero...La justicia debe ser administrada por las propias comunidades, de acuerdo con sus costumbres y tradiciones, sin intervención de gobiernos ilegítimos y corruptos" (Autonomedia 1995, 297). Enfrentaron así el doble desafío de consolidarse en sus propios espacios y de proyectar ese estilo político al conjunto de la sociedad, sin imponerlo a nadie
El régimen de autonomía que así se plantea no surge como contrapeso del poder estatal, sino que hace a éste superfluo. Se aleja de la tradición autonomista europea, impulsada en México por algunos grupos, que encuadra la autonomía en el diseño actual del Estado y la ve como parte de un proceso de descentralización política.[vi] En contraste, la versión sustantiva de la autonomía no es sino democracia radical, la cosa misma, el poder del pueblo. Con ella surge la posibilidad de dejar atrás el apotegma de Hegel, que desde 1820 preside el debate sobre la democracia: "El pueblo no está en condiciones de gobernarse por sí mismo". Las comunidades zapatistas son prueba flagrante de lo contrario.
San Pablo Etla, enero de 2009
gustavoesteva@gmail.com
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Otro campo de crítica moderna a la democracia se encuentra en el régimen de partidos, que logró “controlar la democracia" (Macpherson 1977, 64). Los partidos manipulan a los votantes y mantienen un control elitista de las opciones del electorado. Y los partidos carecen de mecanismos efectivos para que los militantes controlen a los dirigentes: la democracia intra-partidaria brilla por su ausencia (Macpherson 1964, 18).
En vez del gobierno de la mayoría que repugnaba a Aristóteles, se llama hoy democracia a un sistema oligárquico en que las elites partidarias y sus socios controlan al Estado. Quienes ayer resistían el sufragio, por temor a "la tiranía de las mayorías", hoy lo defienden con pasión: los partidos y los medios impiden que aquellas gobiernen.
En el mundo real, el modelo democrático ha sido siempre elitista: asegura la reproducción de minorías autoelegidas. En una democracia, una pequeña minoría decide por los demás: es siempre una minoría del pueblo y casi siempre una minoría de los electores quien decide qué partido ejercerá el gobierno; una minoría exigua promulga las leyes y toma las decisiones importantes. La alternancia en el poder o los contrapesos democráticos no modifican ese hecho.
La construcción de la democracia moderna fue sin duda un triunfo popular: reivindicó para el pueblo la soberanía y el poder que se atribuían a los reyes. Esa misma operación, sin embargo, forjó una nueva mitología política, ahora dominante, según la cual las mayorías electorales serían capaces de orientar la acción política y determinar su resultado.
En todo caso, el cinismo, la corrupción y el desarreglo a que han llegado gobiernos y partidos en las sociedades democráticas, así como la continua inyección de miedo, miseria y frustración que se aplica a sus súbditos, exige replantearse las instituciones dominantes, evitando lo que parece constituir un nuevo "fundamentalismo democrático" (Archipiélago 1992). El Estado se ha convertido en un conglomerado de sociedades anónimas, en que cada una se dedica a promover su propio producto y servir sus intereses propios. El conjunto produce "bienestar", bajo la forma de educación, salud, empleo, etc. En su oportunidad, los partidos políticos reúnen a todos los accionistas para elegir un consejo de administración. Y estos accionistas no sólo son, ahora, las empresas privadas nacionales o transnacionales, sino también los grandes gremios profesionales a su servicio o al del Estado (como los trabajadores de la educación o la salud), que al defender sus propios intereses fortalecen el sistema del que derivan dignidad e ingresos y al mismo tiempo los mantiene bajo subordinación y control (Illich 1978, 207-8).
En los últimos veinte años los mexicanos hemos aprendido lo que en otras partes ha requerido décadas y hasta siglos: los límites de la democracia de representación. Sabemos ya lo que ese régimen no puede dar. Necesitamos ahora examinar opciones de reconstrucción de la vida social, que escapen a la ilusión democrática sin caer en nuevas formas de despotismo o dictadura. Y esto puede implicar enfrentarse al vacío: no parece haberlas. En este punto, no sólo se tiene la sensación de que no hay respuesta: no hay siquiera debate.
Por otro lado, están las condiciones reales: el mundo se está cayendo a pedazos y quizás es el momento de venir con nuevas ideas o pensarlo todo de nuevo. No estamos en buenas condiciones, porque no hicimos la tarea por mucho tiempo, como colectividad. Pero este puede ser el momento de impulsar las nuevas ideas (Esteva/Shanin 1992).
El ideal democrático es hoy universal e indiscutible, pero desdibujado. Estar por la democracia carece ya de significado preciso y da lugar a posiciones muy distintas. La noción que domina en las clases políticas y en los medios, que deja allá arriba todo el proceso democrático, nunca ha ejercido particular atracción para la mayoría de los mexicanos. Para quienes forman el "pueblo", democracia es asunto de sentido común: que la gente común gobierne su propia vida. No se refiere a un conjunto de instituciones, sino a un proyecto histórico. No aluden a una forma específica de gobierno, sino a los asuntos de gobierno, a la cosa misma, al poder del pueblo. Se le ha estado llamando "democracia radical". Aunque la expresión no se ha empleado mayormente en México, recoge bien experiencias y debates populares. Quienes se llaman a sí mismos "demócratas radicales" expresan con precisión su contenido.
Democracia radical significa democracia en su forma esencial, en su raíz…Desde el punto de vista de la democracia radical, la justificación de cualquier otro tipo de régimen es como la ilusión de la nueva ropa del emperador. Aún quienes han perdido su memoria política...pueden todavía descubrir que la verdadera fuente del poder está en ellos mismos. Democracia es…el fundamento de todo discurso político...Concibe a la gente reunida en el espacio público, sin tener sobre sí el gran Leviatán paternal ni la gran sociedad maternal; sólo el cielo abierto -la gente que hace de nuevo suyo el poder del Leviatán, libre para hablar, para escoger, para actuar". (Lummis 1996, 25-27).
Es una noción omnipresente en la teoría política y el debate democrático y a la vez peculiarmente ausente: se flirtea con ella y se le esquiva, como si nadie se animara a abordarla a fondo y de principio a fin; como si fuera demasiado radical o ilusoria: lo que todo mundo busca pero nadie puede alcanzar.
La democracia radical pretende que el poder del pueblo se manifieste en el ejercicio mismo del poder, no sólo en su origen o constitución. Se trata de vivir en el "estado de democracia": mantener en la vida cotidiana esa condición concreta y abierta, mediante cuerpos políticos en que la gente pueda ejercer su poder. No existen opciones claras al respecto: por cien años dejamos de pensar, obsesionados con la disputa ideológica. Pero al buscarlas, aparecen en la perspectiva diversas comunidades urbanas o rurales y las nuevas reformulaciones del Estado.
Las comunidades aparecen como alternativa porque en ellas se restablece la unión entre la política y el lugar[v] y el pueblo adquiere una forma en que puede ejercer su poder, sin necesidad de rendirlo al Estado. Está resurgiendo la convicción de que "el futuro será de alguna manera un hecho comunitario. El socialismo tenía un ímpetu comunitario, pero se volvió colectivismo, burocracia y autodestrucción.” (Esteva/Shanin 1992).
El estilo propiamente democrático, basado en comunidades urbanas y rurales, es manifiestamente imposible en la forma del estado-nación centralista. Pero eso no significa, en modo alguno, que no pueda ser la base de funcionamiento de las sociedades contemporáneas. Es posible concebir y llevar a la práctica modalidades de "estado" o "nación" en que se armonice la coexistencia de esas comunidades y se reserven algunas funciones generales, bien delimitadas, a cuerpos políticos que retengan el estilo realmente democrático de aquellas a la escala de las sociedades actuales.
Tal empeño contaría, además, con la oportunidad histórica para intentarlo: la función principal del estado-nación, la administración de la economía nacional, desaparece rápidamente, a medida que todas las economías pierden sus contornos nacionales. El intento de transferir esa función a estructuras macro-nacionales no ha tenido demasiado éxito, pero resucita diversas formas de nacionalismo y reaviva el impulso por recuperar aquella función para comunidades y regiones. Se está generando así la tensión social y política que comienza a dar factibilidad al empeño de dar una nueva forma a los cuerpos políticos.
Al tiempo de consolidar y profundizar la democracia en las comunidades rurales y urbanas, necesitamos reivindicar el recurso al procedimiento jurídico y constitucional para dar nueva forma a la organización política del país, basándola en el poder del pueblo y en un pacto social que reconozca su pluralismo fundamental, que generalice el principio de "mandar obedeciendo" a todas las esferas de ejercicio del poder y que reduzca al mínimo indispensable, para funciones bien acotadas en la ley y en la práctica en cuerpos sometidos a control popular, los espacios en que el principio de representación sería reemplazado por el de servicio.
A medida que la catástrofe se convierte en crisis política y el Estado, como sociedad por acciones, pierde legitimidad, se reafirma la necesidad de un procedimiento constitucional. Igualmente, la pérdida de credibilidad de los partidos, como facciones rivales de accionistas, subraya la importancia de recurrir a los procedimientos contradictorios en política, a partir de los movimientos populares y de sus coaliciones de descontentos (Illich 1978, 207; Esteva 1994).
Al recurrir al procedimiento jurídico y la fuerza política, la articulación eficaz de los movimientos sociales puede hacer valer el poder de la gente sin entregarlo y, por lo contrario, ampliando espacios para su ejercicio y limitando progresivamente el del Estado.
Todo esto, a mi entender, se encuentra plasmado en la lucha actual por la autonomía, que los zapatistas inscribieron en la agenda política nacional. "Como pueblos indígenas que somos," señalaron los zapatistas, "exigimos gobernarnos por nosotros mismos, con autonomía, porque ya no queremos ser súbditos de la voluntad de cualquier poder nacional o extranjero...La justicia debe ser administrada por las propias comunidades, de acuerdo con sus costumbres y tradiciones, sin intervención de gobiernos ilegítimos y corruptos" (Autonomedia 1995, 297). Enfrentaron así el doble desafío de consolidarse en sus propios espacios y de proyectar ese estilo político al conjunto de la sociedad, sin imponerlo a nadie
El régimen de autonomía que así se plantea no surge como contrapeso del poder estatal, sino que hace a éste superfluo. Se aleja de la tradición autonomista europea, impulsada en México por algunos grupos, que encuadra la autonomía en el diseño actual del Estado y la ve como parte de un proceso de descentralización política.[vi] En contraste, la versión sustantiva de la autonomía no es sino democracia radical, la cosa misma, el poder del pueblo. Con ella surge la posibilidad de dejar atrás el apotegma de Hegel, que desde 1820 preside el debate sobre la democracia: "El pueblo no está en condiciones de gobernarse por sí mismo". Las comunidades zapatistas son prueba flagrante de lo contrario.
San Pablo Etla, enero de 2009
gustavoesteva@gmail.com
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