Pensar determinado concepto de historia y, por tanto, de temporalidad y de causalidad histórica, tiene implicancias mayores que las de entrar en un banal juego de formulas teóricas sin implicancias prácticas. Supone la postulación de cierto tipo de subjetividad, de sujeto del conocimiento, de acción política, de praxis. Las múltiples vivencias de lo sido (determinan) contribuyen a uno o múltiples diagnósticos particulares sobre el presente que prefiguran cierta representación del futuro. Pasado, presente y futuro son conceptos que se definen de forma relacional, y la interpretación que hagamos de ello nos permitirá impugnar o afirmar las concepciones hegemónicas que encontramos sobre la historia.
El esfuerzo que nos convoca a escribir estas líneas, es un intento de repensar, (poner en discusión, hacer dialogar), distintos conceptos de temporalidad que conviven, aunque no de manera armoniosa, en la permanente (re)construcción de la historia y que debemos tener en cuenta a la hora de reflexionar acerca del sentido (o los sentidos), que daremos a las “celebraciones” que tendrán lugar en el 2010 de cara al Bicentenario. Una conmemoración que, entendemos, podría llenarse con matices y objetivos diversos, de acuerdo al lugar desde el que nos paremos para pensarla y vivirla.
En este sentido, partimos de la convicción de que no hay “una historia” que deba ser contada (tal como lo hace “la historia oficial”). Que quien asume la tarea de contar esa historia única, la que cuentan los “ganadores” de esa misma historia, sobre la base de una temporalidad única, lo hace desde el lugar del propietario indiscutible de la verdad, y al hacerlo, no hace otra cosa que subordinar, invisibilizando, otras tantas historias que forman parte de “la experiencia de lo sido”. En América Latina, este ejercicio que a veces se presentó como integración subordinada, otras como asimilación asimétrica, y otras tantas como simple erradicación de “las otras historias”, se sostuvo sobre la base de la violencia más feroz que ejercieron los grupos dominantes de criollos que se adjudicaron las revoluciones de independencias sobre las comunidades indígenas y afrodescendientes. Como nos recuerda constantemente Walter Benjamin, todo monumento de cultura es un monumento de barbarie, y nuestra propuesta consiste en hacer visible la violencia que se esconde detrás del monumento del “Bicentenario”, reflexionando acerca de los otros sentidos, del entramado intersubjetivo de esos sentidos, que conforman nuestra experiencia de lo sido, de cara a pensarnos en el presente y prefigurar nuestro futuro en un sentido emancipatorio.
La historia oficial en tierras latinoamericanas, se construyó en base a una idea de progreso único e inagotable, unidireccional, de temporalidades vacías, enajenadas, de la mano de pensamientos coloniales ligados a la necesidad de mantener el pacto neocolonial entre los grupos dominantes de criollos y los viejos y nuevos colonizadores. Es el resultado de haber cedido a la experiencia de la temporalidad histórica impuesta por la dominación en Occidente (evolucionista, progresista). Inspirados por la ideología del progreso, los escritores e intérpretes de la “historia oficial”, a lo sumo asumieron las rebeliones populares como las de Tupac Katari o Tupac Amaru (entre tantas otras) como un anacronismo, como una experiencia efímera, que pronto devolvería a la historia su curso lineal de progreso; lo presentaron y presentan como momentos inexplicables en el “camino seguro del progreso”, incompatibles con el curso “normal” de la modernidad. Así, la historia oficial recreó un pasado ajeno a las experiencias de los grupos sociales subalternos, a partir del cual construyó un presente arraigado en la necesidad de su propia victoria sobre aquellos grupos que ejercían resistencia a este proyecto de nación, y prefiguró un único futuro para Latinoamérica basado en la necesidad de integrar a estas tierras en el “camino del progreso seguro”, un camino cuya representación invisibilizó las luchas del pasado y el presente por medio de la “receta infalible” del exterminio de las comunidades en resistencia. ¿Es esta la historia que vamos a recrear frente al Bicentenario? ¿Seguiremos pensándonos en función de una idea de progreso que cuando integra lo hace violentando las experiencias y los pensamientos de los grupos sociales subalternos, y que cuando excluye lo hace bajo la lógica del exterminio liso y llano? ¿Qué idea de nación y de Estado se desprenden de un pensamiento colonial que tiene por objeto hacer aparecer a los ganadores de la historia como sus únicos protagonistas y hacedores? ¿Seguiremos pensando en renovar eternamente el pacto de subalternidad que nos liga a Europa o a Estados Unidos en una relación de dependencia asimétrica? ¿Seguiremos aceptando acríticamente una América Latina desgarrada por el saqueo de la dominación (neo) colonial?
Puesto que la idea de nación en la que nos forman en las escuelas y academias está ligada a un idea de nación europeizante, que se construyó en función de una política de “blanqueamiento” no sólo de la historia sino de la vida misma (exterminando comunidades enteras de pueblos indígenas), creemos menester poner en discusión los cimientos sobre los que se edificó. Y para eso, nos proponemos reflexionar críticamente acerca de otro concepto de temporalidad y, por tanto, de historia, de forma tal que podamos poner en discusión otros modos de vida, otras historias, otras experiencias del estar y del ser, otras concepciones del mundo, que implican otras formas de relacionarse con el entorno y con los otros, y que fueron ocultadas violentamente por la historia que se llevaron como botín de guerra los grupos criollos dominantes. Llevamos a cuestas “un pasado que irrumpe en el presente como pendiente” y. creemos, a diferencia de quienes están pensando las celebraciones del Bicentenario como una festividad, que es hora de transformar ese peso en proposición constructiva, reivindicativa, redentora de las luchas de los oprimidos por el desgarro neocolonial.
Es así que queremos traer a la reflexión el concepto de temporalidad andina, como una temporalidad heterogénea, llena, cíclica, no lineal; y a su vez, como una narrativa política que implica otra forma de ver y hacer el mundo. La cosmovisión andina abriga una temporalidad no escindida del espacio. Es una temporalidad llena, porque es el ciclo de la vida misma el que está integrado en esa visión cíclica, circular, del tiempo. Una temporalidad basada en un concepto de vida como un todo, dentro del cual están los recursos naturales, los hombres y el producto de su trabajo; un tiempo arraigado a la tierra, al ciclo de la tierra. Y es así que no se puede pensar la historia por fuera de ese ciclo de la vida. El mundo de arriba y el mundo de abajo, el cielo y la tierra, pasado y presente, el hombre y la mujer, son parte de un todo integrado, no subordinado, complementario. Si desde esta cosmovisión podemos decir que el hombre deja de aparecer como el centro de la historia, significa que la relación de éste con la naturaleza deja de aparecer como una relación instrumental (en provecho único del primero) y por tanto se establece una relación de armonía, de complementariedad, de reciprocidad (principios básicos de esta cosmovisión). En este sentido podemos decir que la representación del tiempo no es rectilínea sino circular, el pasado en vez de quedar clausurado en un compartimento rígido y estancado, es movimiento y parte del presente.
Hacemos referencia a una temporalidad, a un tiempo, que fue necesario desterrar para poder armar calendarios acordes al proyecto de nación extranjerizante, que conmemora acontecimientos que sólo dan cuenta de las victorias de los grupos dominantes. Ahora bien, desde esta cosmovisión y desde las vivencias de los pueblos originarios, es preciso repensar nuestras experiencias de lo sido, en tanto pueblos sometidos y desgarrados por la dominación colonial y neocolonial, como experiencias que forman parte de un presente igualmente desgarrado, aunque en lucha. Es preciso también repensarnos en la herencia cultural que poseemos, en vez de pensarnos como hijos de una cultura europea, enajenada, extranjerizante. Pensemos tan sólo qué hubiera sido de América Latina si en lugar de haber levantado como propias las banderas de la modernidad, el progreso y la racionalidad instrumental propias de la cultura hegemónica en Occidente (que destruye territorios, recursos naturales y poblaciones enteras) hubiéramos asumido como propia la herencia de los principios de complementariedad, reciprocidad y de defensa de la vida comunitaria propias de las culturas de los pueblos originarios cuya existencia antecedió a las construcción de los Estados nación latinoamericanos. ¿Estaríamos vetando la Ley de protección de los Glaciares? ¿Estaríamos arrasando territorios en el afán de implantar el imperio del monocultivo y los agroquímicos que profesa con fe ciega el modelo sojero? ¿Estaríamos celebrando doscientos años de exterminio de pueblos enteros? Entre tantas otras peguntas que nos podríamos hacer…
No es posible ya interpretar la historia como la concatenación de las victorias de los grupos sociales dominantes, sino que se vuelve necesario interpretar el ciclo de rebeliones populares que forman parte de esa historia, de resistencias a esa dominación, de insurrección y desobediencia de los pueblos sometidos; pero no bajo la lógica de una integración subordinada a la historia oficial, sino como parte activa de la historia de nuestros pueblos. Se vuelve necesario reivindicar los valores y principios propios de las culturas y civilizaciones preexistentes a la construcción de estas naciones “blanqueadas”, hacerlas formar parte del entramado de sentidos y relaciones que conforman nuestros territorios y las formas de vivir en ellos.
Para la historia oficial, 1810 representa el comienzo de la construcción de una nación. Sin embargo para el mundo indígena, así como para otras comunidades sometidas, esa fecha y el período que la antecede desde la conquista de América a manos de los españoles, implica el comienzo del más violento sometimiento, de la dependencia, del aniquilamiento de sus culturas. Pensamos que ya no es posible someter las “otras historias” que forman parte del entramado de relaciones que construyen nuestro pasado, en función de prefigurar un futuro a la medida de unos pocos. La tarea de la reivindicación de esas historias de lucha y resistencia que contengan narrativas políticas interpretadas en función de un futuro emancipatorio, es tarea de todos y todas, y no podrá ser realizada sin el esfuerzo mancomunado por hacer valer los derechos y las expectativas de la más amplia diversidad de pueblos que conforman nuestros territorios.
Luego de estos largos años de humillación y de saqueo de los recursos naturales renovables y no renovables, los gobiernos latinoamericanos nos convocan a celebrar la supuesta independencia, cuando para los pueblos originarios no implica sino el comienzo de la dependencia, que sólo sirvió para legalizar el saqueo y la muerte de miles de hermanos indígenas (ya no de manos de extranjeros sino de los propios criollos) y poner límites geográficos, fronteras y controles, contrarios a las prácticas ancestrales de las comunidades. Para los pueblos originarios acudir a esa convocatoria significaría conmemorar el momento en que se le impuso la división como pueblo al mundo andino, teniendo en cuenta que el territorio del Tawantisullu era una nación. Es decir, esa supuesta independencia fue declarada por un grupo de hombres cuyo fin era la explotación de los recursos, del suelo, del hombre originario y el desmantelamiento de los territorios donde vivían los hermanos indígenas. Este modelo de independencia ha servido al proyecto de nación de unos pocos y es preciso que repensemos nuestra participación como sociedad en ese proyecto.
El esfuerzo que nos convoca a escribir estas líneas, es un intento de repensar, (poner en discusión, hacer dialogar), distintos conceptos de temporalidad que conviven, aunque no de manera armoniosa, en la permanente (re)construcción de la historia y que debemos tener en cuenta a la hora de reflexionar acerca del sentido (o los sentidos), que daremos a las “celebraciones” que tendrán lugar en el 2010 de cara al Bicentenario. Una conmemoración que, entendemos, podría llenarse con matices y objetivos diversos, de acuerdo al lugar desde el que nos paremos para pensarla y vivirla.
En este sentido, partimos de la convicción de que no hay “una historia” que deba ser contada (tal como lo hace “la historia oficial”). Que quien asume la tarea de contar esa historia única, la que cuentan los “ganadores” de esa misma historia, sobre la base de una temporalidad única, lo hace desde el lugar del propietario indiscutible de la verdad, y al hacerlo, no hace otra cosa que subordinar, invisibilizando, otras tantas historias que forman parte de “la experiencia de lo sido”. En América Latina, este ejercicio que a veces se presentó como integración subordinada, otras como asimilación asimétrica, y otras tantas como simple erradicación de “las otras historias”, se sostuvo sobre la base de la violencia más feroz que ejercieron los grupos dominantes de criollos que se adjudicaron las revoluciones de independencias sobre las comunidades indígenas y afrodescendientes. Como nos recuerda constantemente Walter Benjamin, todo monumento de cultura es un monumento de barbarie, y nuestra propuesta consiste en hacer visible la violencia que se esconde detrás del monumento del “Bicentenario”, reflexionando acerca de los otros sentidos, del entramado intersubjetivo de esos sentidos, que conforman nuestra experiencia de lo sido, de cara a pensarnos en el presente y prefigurar nuestro futuro en un sentido emancipatorio.
La historia oficial en tierras latinoamericanas, se construyó en base a una idea de progreso único e inagotable, unidireccional, de temporalidades vacías, enajenadas, de la mano de pensamientos coloniales ligados a la necesidad de mantener el pacto neocolonial entre los grupos dominantes de criollos y los viejos y nuevos colonizadores. Es el resultado de haber cedido a la experiencia de la temporalidad histórica impuesta por la dominación en Occidente (evolucionista, progresista). Inspirados por la ideología del progreso, los escritores e intérpretes de la “historia oficial”, a lo sumo asumieron las rebeliones populares como las de Tupac Katari o Tupac Amaru (entre tantas otras) como un anacronismo, como una experiencia efímera, que pronto devolvería a la historia su curso lineal de progreso; lo presentaron y presentan como momentos inexplicables en el “camino seguro del progreso”, incompatibles con el curso “normal” de la modernidad. Así, la historia oficial recreó un pasado ajeno a las experiencias de los grupos sociales subalternos, a partir del cual construyó un presente arraigado en la necesidad de su propia victoria sobre aquellos grupos que ejercían resistencia a este proyecto de nación, y prefiguró un único futuro para Latinoamérica basado en la necesidad de integrar a estas tierras en el “camino del progreso seguro”, un camino cuya representación invisibilizó las luchas del pasado y el presente por medio de la “receta infalible” del exterminio de las comunidades en resistencia. ¿Es esta la historia que vamos a recrear frente al Bicentenario? ¿Seguiremos pensándonos en función de una idea de progreso que cuando integra lo hace violentando las experiencias y los pensamientos de los grupos sociales subalternos, y que cuando excluye lo hace bajo la lógica del exterminio liso y llano? ¿Qué idea de nación y de Estado se desprenden de un pensamiento colonial que tiene por objeto hacer aparecer a los ganadores de la historia como sus únicos protagonistas y hacedores? ¿Seguiremos pensando en renovar eternamente el pacto de subalternidad que nos liga a Europa o a Estados Unidos en una relación de dependencia asimétrica? ¿Seguiremos aceptando acríticamente una América Latina desgarrada por el saqueo de la dominación (neo) colonial?
Puesto que la idea de nación en la que nos forman en las escuelas y academias está ligada a un idea de nación europeizante, que se construyó en función de una política de “blanqueamiento” no sólo de la historia sino de la vida misma (exterminando comunidades enteras de pueblos indígenas), creemos menester poner en discusión los cimientos sobre los que se edificó. Y para eso, nos proponemos reflexionar críticamente acerca de otro concepto de temporalidad y, por tanto, de historia, de forma tal que podamos poner en discusión otros modos de vida, otras historias, otras experiencias del estar y del ser, otras concepciones del mundo, que implican otras formas de relacionarse con el entorno y con los otros, y que fueron ocultadas violentamente por la historia que se llevaron como botín de guerra los grupos criollos dominantes. Llevamos a cuestas “un pasado que irrumpe en el presente como pendiente” y. creemos, a diferencia de quienes están pensando las celebraciones del Bicentenario como una festividad, que es hora de transformar ese peso en proposición constructiva, reivindicativa, redentora de las luchas de los oprimidos por el desgarro neocolonial.
Es así que queremos traer a la reflexión el concepto de temporalidad andina, como una temporalidad heterogénea, llena, cíclica, no lineal; y a su vez, como una narrativa política que implica otra forma de ver y hacer el mundo. La cosmovisión andina abriga una temporalidad no escindida del espacio. Es una temporalidad llena, porque es el ciclo de la vida misma el que está integrado en esa visión cíclica, circular, del tiempo. Una temporalidad basada en un concepto de vida como un todo, dentro del cual están los recursos naturales, los hombres y el producto de su trabajo; un tiempo arraigado a la tierra, al ciclo de la tierra. Y es así que no se puede pensar la historia por fuera de ese ciclo de la vida. El mundo de arriba y el mundo de abajo, el cielo y la tierra, pasado y presente, el hombre y la mujer, son parte de un todo integrado, no subordinado, complementario. Si desde esta cosmovisión podemos decir que el hombre deja de aparecer como el centro de la historia, significa que la relación de éste con la naturaleza deja de aparecer como una relación instrumental (en provecho único del primero) y por tanto se establece una relación de armonía, de complementariedad, de reciprocidad (principios básicos de esta cosmovisión). En este sentido podemos decir que la representación del tiempo no es rectilínea sino circular, el pasado en vez de quedar clausurado en un compartimento rígido y estancado, es movimiento y parte del presente.
Hacemos referencia a una temporalidad, a un tiempo, que fue necesario desterrar para poder armar calendarios acordes al proyecto de nación extranjerizante, que conmemora acontecimientos que sólo dan cuenta de las victorias de los grupos dominantes. Ahora bien, desde esta cosmovisión y desde las vivencias de los pueblos originarios, es preciso repensar nuestras experiencias de lo sido, en tanto pueblos sometidos y desgarrados por la dominación colonial y neocolonial, como experiencias que forman parte de un presente igualmente desgarrado, aunque en lucha. Es preciso también repensarnos en la herencia cultural que poseemos, en vez de pensarnos como hijos de una cultura europea, enajenada, extranjerizante. Pensemos tan sólo qué hubiera sido de América Latina si en lugar de haber levantado como propias las banderas de la modernidad, el progreso y la racionalidad instrumental propias de la cultura hegemónica en Occidente (que destruye territorios, recursos naturales y poblaciones enteras) hubiéramos asumido como propia la herencia de los principios de complementariedad, reciprocidad y de defensa de la vida comunitaria propias de las culturas de los pueblos originarios cuya existencia antecedió a las construcción de los Estados nación latinoamericanos. ¿Estaríamos vetando la Ley de protección de los Glaciares? ¿Estaríamos arrasando territorios en el afán de implantar el imperio del monocultivo y los agroquímicos que profesa con fe ciega el modelo sojero? ¿Estaríamos celebrando doscientos años de exterminio de pueblos enteros? Entre tantas otras peguntas que nos podríamos hacer…
No es posible ya interpretar la historia como la concatenación de las victorias de los grupos sociales dominantes, sino que se vuelve necesario interpretar el ciclo de rebeliones populares que forman parte de esa historia, de resistencias a esa dominación, de insurrección y desobediencia de los pueblos sometidos; pero no bajo la lógica de una integración subordinada a la historia oficial, sino como parte activa de la historia de nuestros pueblos. Se vuelve necesario reivindicar los valores y principios propios de las culturas y civilizaciones preexistentes a la construcción de estas naciones “blanqueadas”, hacerlas formar parte del entramado de sentidos y relaciones que conforman nuestros territorios y las formas de vivir en ellos.
Para la historia oficial, 1810 representa el comienzo de la construcción de una nación. Sin embargo para el mundo indígena, así como para otras comunidades sometidas, esa fecha y el período que la antecede desde la conquista de América a manos de los españoles, implica el comienzo del más violento sometimiento, de la dependencia, del aniquilamiento de sus culturas. Pensamos que ya no es posible someter las “otras historias” que forman parte del entramado de relaciones que construyen nuestro pasado, en función de prefigurar un futuro a la medida de unos pocos. La tarea de la reivindicación de esas historias de lucha y resistencia que contengan narrativas políticas interpretadas en función de un futuro emancipatorio, es tarea de todos y todas, y no podrá ser realizada sin el esfuerzo mancomunado por hacer valer los derechos y las expectativas de la más amplia diversidad de pueblos que conforman nuestros territorios.
Luego de estos largos años de humillación y de saqueo de los recursos naturales renovables y no renovables, los gobiernos latinoamericanos nos convocan a celebrar la supuesta independencia, cuando para los pueblos originarios no implica sino el comienzo de la dependencia, que sólo sirvió para legalizar el saqueo y la muerte de miles de hermanos indígenas (ya no de manos de extranjeros sino de los propios criollos) y poner límites geográficos, fronteras y controles, contrarios a las prácticas ancestrales de las comunidades. Para los pueblos originarios acudir a esa convocatoria significaría conmemorar el momento en que se le impuso la división como pueblo al mundo andino, teniendo en cuenta que el territorio del Tawantisullu era una nación. Es decir, esa supuesta independencia fue declarada por un grupo de hombres cuyo fin era la explotación de los recursos, del suelo, del hombre originario y el desmantelamiento de los territorios donde vivían los hermanos indígenas. Este modelo de independencia ha servido al proyecto de nación de unos pocos y es preciso que repensemos nuestra participación como sociedad en ese proyecto.
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