Cómo celebrar los fastos del ‘Bicentenario’ en términos festivos, de liviana celebración exitista por el camino andado en la senda del ‘progreso’ y la ‘independencia’, sino como expresión sintomática de la radical insensibilidad ante la abrumadora carga omnipresente del colonialismo/colonialidad que embarga nuestra condición histórica?
El balance ‘contable’ que desde la lógica convencional dominante se hace de ‘lo logrado’ y lo ‘por hacer’, de lo que alcanzamos como ‘nación’ y de lo que aún ‘nos falta’, ocluye perversamente la naturalización de la mirada colonial asumida como punto único de vista que instala e instituye, como en el principio, el parámetro occidentalocéntrico de ‘medición civilizatoria’, hoy escondido bajo el ropaje de lo ‘global’ (Coronil, 2000).
La mirada invertida de la lógica colonial impregna así todos los balances y las reflexiones sobre la ‘identidad’, sobre los desafíos y las oportunidades del tiempo presente. Las desmesuras ya exitistas, ya condenatorias, según la posición que se ocupe en el juego de roles entre oficialismo y oposición, sobre la condición presente de ‘lo que somos’ y lo que nos queda aún ‘por recorrer’ asumen unidimensional y acríticamente una idea unitaria y colonial de la ‘nacionalidad’, una mirada no exenta de cierto ‘aire explicatorio’ que se haga cargo de ‘decirnos’ por qué ‘no somos la potencia que podríamos haber sido’.
Aún así, desde esa profunda ‘herida’ colonial, se mira con satisfacción la ‘recuperación económica’ de los últimos tiempos; se celebra el ‘crecimiento’, la ‘integración regional’ y la ‘apertura al mundo’; aún la ‘continuidad de la democracia’ y la ‘recuperación de los derechos humanos’ se analizan bajo los patrones globocéntricos de haber retornado a la ‘senda de la normalidad’, como indicadores de que, pese a todo, hemos vuelto a ser un ‘país en serio’. Oposiciones tanto como oficialismos se aprestan pues así a ‘pensar y diseñar grandes proyectos orientados a ‘recuperar el tiempo perdido’; poner a la ‘nación’ en la senda definitiva del ‘desarrollo’ es la meta y gran objetivo que parece licuar todas las distancias ideológicas. La ilusión quimérica del ‘desarrollo’ vuelve a constituirse de tal modo en la gran fantasía colonial que presta la plataforma representacional unificante de la ‘identidad nacional’ hegemónica.
No hay lugar, en tales análisis, para las más mínimas fisuras que abran interrogantes hacia lo que se piensa y se quiere como un ‘proyecto nacional’ único, incuestionado e incuestionable. Esa lógica invertida de la mirada colonial es por cierto inmune a lógicas y sensibilidades Otras; no se permite ver la continuación del despojo, las nuevas formas del saqueo ecológico y del racismo ambiental, la sofisticación de los dispositivos culturales de colonización de los deseos, tan a la par en eficacia e intensidad, a la intensificación y profundización de las prácticas “secutirarias” y las tecnologías de la represión.
Esa virtual ‘ausencia’ de voces y miradas ‘disonantes’; ese ‘no lugar’ al que recursivamente son relegadas las formas de vida sistemáticamente negadas y ocluidas, dicen, por cierto, bastante de la colonialidad como la más profunda e intensa línea de continuidad que articula el trayecto histórico del Bicentenario.
Intentando pues el esfuerzo por ver el escenario del bicentenario desde una mirada otra, una mirada que intenta hacerse eco de las voces emergentes de la re-existencia de las múltiples subjetividades – colectividades- territorialidades sobrevivientes al genocidio crónico de la condición colonial, parece necesario abordar, como una tarea muy preliminar, la problematización misma del colonialismo/colonialiadad, indagar en los elementos y condiciones que hacen de él una forma de dominación de larga duración tan eficaz y persistente….
I.- Colonialismo/Colonialidad. Notas para su delineación.
“La creación de la realidad colonial acontecida en el Nuevo Mundo seguirá siendo motivo de inmensa curiosidad y estudio –el Nuevo Mundo donde los ‘irracionales’ indios y africanos se inclinan ante la razón de un reducido número de cristianos blancos-. Sean cuales fueren las conclusiones a que lleguemos acerca de cómo esa hegemonía se implantó tan rápidamente, seríamos insensatos si pasáramos por alto el papel del terror (…) El terror, que además de ser un estado fisiológico lo es también social…; el mediador por excelencia de la hegemonía colonial: el espacio de muerte donde el indio, el africano y el blanco dieron a luz un Nuevo Mundo.”
(Michael Taussig, 1987)
Muchas son las dificultades para abordar con pretensiones de inteligibilidad el fenómeno del colonialismo. Más aún, para emprender su análisis en el contexto contemporáneo y como fenómeno contemporáneo.
En el plano coyuntural, el propio clima intelectual de la época constituye un primer gran obstáculo. La fractura del orden de posguerra marcó con hondura la crisis y desfundamentación de las pretensiones críticas de la teoría social, ligando más que sintomáticamente dicho estadio intelectual con la reconfiguración y globalización del capitalismo bajo las premisas del neoliberalismo (Eagleton, 1997; Dussel, 1998; Callinicos, 2004; Bensaïd, 2003, Wallerstein, 2002; Zizek, 1998). Aún ahora, en el ambiguo ‘post’ del presente, ante el obcecado dominio de la pragmática neoliberal pese a su manifiesta crisis, pensar críticamente y en clave decolonial la dinámica histórica de la mundialización de Occidente constituye un camino y un programa no suficientemente consolidado. El levantamiento de la proscripción intelectual a la temática hasta hace poco anacronizada del imperialismo pareciera apenas un primer paso, a todas luces insuficiente.
Ello no obstante, las dificultades para pensar el colonialismo son, ciertamente, mucho más profundas e intensas que una cuestión epocal. En un nivel más de fondo, estructural, tienen que ver con la propia naturaleza colonial de la razón moderna (Dussel, 2000; 2001; Lander, 2000; Mignolo, 2001). El colonialismo se constituye en un objeto esquivo para la episteme moderna, precisamente porque se trata de uno de sus efectos y condiciones de verdad; el suelo de positividad por ella creado se erige, supone y exige, la condición colonial del mundo. Esto nos sitúa, así, en el paradójico escenario de tener que lidiar con la continua tarea de deconstrucción y reconstrucción de las propias categorías configuradoras de la existencia, en cuanto realidad histórica.
Pero más allá aún, como indica Taussig (2002), el colonialismo inscribe lo real en el ámbito de lo inasible, en la lobreguez e inefabilidad propias del espacio de muerte, de la cultura del terror. Esta penetrante advertencia de Taussig pone de relieve, a nuestro entender, el límite más profundo, la frontera más lejana, que marca las dificultades de la episteme moderna para vérselas con el colonialismo: la escisión entre ‘racionalidad-mente’ y ‘afectividad-cuerpo’ desde la cual construye la definición (apropiación) de la ‘naturaleza humana’.
Al identificar al terror como condición histórica de la confección de la verdad colonial, Taussig nos advierte, por un lado, que la ‘realidad’ del colonialismo es inasible para una ‘racionalidad-que-no-siente’; el terror se inscribe en la materialidad de los cuerpos, en la subjetividad de las emociones y los sentimientos, un terreno completamente desconocido para la razón moderna. Efecto del terror, el colonialismo se hace ‘cuerpo’, corporalidades constituidas desde la percepción y experimentación de una forma de violencia extrema. El colonialismo se hace, ante todo, una determinada forma de sentir y experimentar (vivir) la ‘realidad’.
Así, la ‘realidad’ del colonialismo desafía los propios recortes de la racionalidad de Occidente, tan acostumbrada a dejar fuera de lo real aquellos ‘umbrales oscuros’ de los sentimientos, las emociones; aún la propia fuerza de las pasiones, la de aquellas que, por no haber pasado por el tamiz civilizatorio del ‘interés’ (Elías, 1989; Foucault, 2007), se presentan –para la visión colonial del mundo- como ciegas, irracionales, no dirigidas a producir ningún resultado útil.
Por otro lado, el planteo de Taussig remite a los análisis originarios de Frantz Fanon [1961] sobre la irremisible impregnancia existencial de la violencia colonial; lleva a pensar sobre los efectos totalizantes de lo que podríamos llamar la dialéctica del terror: el hecho paradójico de que la violencia emergente desde un acto de radical separación-negación del ‘mundo-otro’ objeto de conquista, una vez instaurada, produce la unión, insoluble en adelante, del mundo-uno del conquistador, su mundo ‘pleno de humanidad’ y ‘esplendor civilizatorio’, y el mundo-otro, mundo bestiario y zoológico de lo humano despojado como tal.
Es esa producción y vivencia originaria del terror la que oficia como partera de la visión colonial del mundo. Es justamente esa cultura del terror producida la que, en su proceso de producción, ha permitido fraguar en una misma realidad, en un mismo fondo de sentido, los imaginarios antitéticos del conquistador y el conquistado. De tal modo, para tornarse realidad, el imaginario dominante del conquistador ha precisado objetivarse en la fantasía colonial del conquistado.
Una vez pasado este umbral, al inscribirse como realidad, el colonialismo lo impregna todo. Esto significa, en primer lugar, que borra ya toda frontera epistémica entre los mundos preexistentes, para crear, en el acto fundacional de la conquista, un solo mundo; un nuevo mundo colonial, único, mas no homogéneo, no coherente, ni libre de antagonismos, sino un mundo uno, que integra la diversidad de la existencia bajo un código único de clasificación y jerarquización; que administra lo real mediante la sistemática sanción y delimitación entre lo verdadero y lo falso; obligando al colonizado a travestirse en colono, a vivir una vida impostada, so pena de no ser reconocido como tal, como ser viviente.
La inscripción del colonialismo como real significa, en segundo término, que éste constituye una condición de la existencia, una dimensión omnipresente en todos los aspectos y manifestaciones de la misma. Como señala Thomas (1994), el colonialismo se presenta y pervive en los pliegues más recónditos de la vida, principalmente en aquellos aspectos que a los ojos de la ‘ciencia’ aparecen como los más nimios e irrelevantes.
Ahora bien, si bien es clara la centralidad del papel de la violencia en la producción de la realidad colonial, esa violencia precisa ser historizada y geografiada; requiere ser analizada en sus distintas formas y modalidades a fin de ‘des-cubrir’ el misterio de su eficacia…
En tal sentido, hay que decir que si la violencia extrema del terror opera como partera del mundo colonial, como tal esa violencia extrema, para perpetuarse, precisa transformarse y complejizarse. Como forma de dominación de larga duración, el colonialismo precisa estabilizarse; en su proceso histórico de estabilización, la violencia extrema del terror va dando paso a otra forma de violencia, la violencia endémica, violencia productiva y de la vida cotidiana, propia de la colonialidad. Ésta última vendría a ser así la condición del colonialismo en su estado de normalidad.
Este proceso histórico-geográfico de realización del colonialismo/colonialidad puede seguirse en la historicidad y geograficidad de las distintas formaciones sociales sucesivamente integradas y subsumidas en la dinámica uniformizante de la mundialización de Occidente. Gestadas y operadas a través del complejo entramado institucional que conforman la tríada Estado-Capital-Ciencia como el medio de producción por excelencia del colonialismo/colonialidad; la unidad trinitaria de la producción colonial del mundo.
Cómo opera este entramado institucional?; a través de qué lógicas y dispositivos la tríada Estado-Capital-Ciencia produce y sostiene una forma de vida basada en la violencia?; en qué tipo de mecanismos reposa esa particular forma de violencia y cómo operan esa producción colonial del mundo?.
Siguiendo los análisis de Scribano (2007) se puede plantear que la producción colonial del mundo se funda en la articulación de una triple forma de violencia: la violencia de la expropiación, con la de la regulación de las sensaciones, y, como resorte de última instancia, la violencia en forma de represión.
La violencia colonial reposa, en primer lugar, en la lógica práctica de la expropiación. La expropiación es, elementalmente, expropiación de los medios de vida, de los medios a través de los cuales emergen y se re-crean las formas de vida. De allí que la expropiación, como forma de violencia productiva, tiene que ver no con el ‘arrebato’ de ‘algo’, sino con la producción colonial de formas de existencia; formas de vida colonizadas, expropiadas y re-apropiadas, destruídas y re-creadas, desde la lógica práctica del extrañamiento y la puesta-en-disponibilidad por y para el poder colonial. Implica la producción colonial de ‘formas de vida civilizadas’ (Castro Gómez, 2000).
Esa dinámica expropiatoria implica, de hecho, el ejercicio sistemático y de larga duración de una violencia productiva, una violencia inseparablemente semiótica, económica, jurídico-política y militar; una violencia a través de la cual tiene lugar la correlativa producción colonial de ‘subjetividades’, ‘naturalezas’ y ‘territorialidades’ adaptadas y sujetas a las reglas coloniales de la acumulación sin fin, de la acumulación como fin-en-sí-mismo, propia de la gubernamentabilidad del mercado.
La violencia expropiatoria se ejerce simétrica y recíprocamente sobre los territorios y los cuerpos. Parte de producir, en primer lugar, una separación radical entre unos determinados cuerpos –los cuerpos de los sujetos-objeto de la expropiación colonial- de sus respectivos territorios originarios.
El territorio es la forma concreta de la existencia (Santos, 1996), el espacio de materialización de una forma-de ser determinada; da cuenta de las fuentes y medios de vida que hacen materialmente posible la existencia. Sin esas fuentes y medios de vida, los cuerpos se ven expropiados de las energías que hacen posible su hacer, expropiados de sí en la raíz misma de su ser, que es el obrar. De tal modo se ve que la expropiación de los territorios (base y fuente de los medios-de-vida /formas-de vida) es necesariamente correlativa de la expropiación de los cuerpos: es expropiación de los ‘recursos’ que nos hacen ‘cuerpos’, y es expropiación de la capacidad de obrar de esos cuerpos.
El radical dolor social que produce la acción expropiatoria (la experimentación, por la sensibilidad de los cuerpos, del acto expropiatorio), da lugar a la necesaria articulación lógica-práctica entre expropiación y regulación de las sensaciones. La regulación de las sensaciones tiene que ver con una forma secular de violencia dirigida y aplicada a producir la expropiación de lo que sentimos. Acto ‘educativo’ de la razón para poner bajo su control y sujeción el mundo originariamente indómito de los sentimientos y las emociones
[1].
Como especifica Scribano, “el dolor social es un sufrimiento que resquebraja ese centro gravitacional que es la subjetividad y hace cuerpo esa distancia entre el cuerpo social y el cuerpo individuo” (2007: 129); en el contexto neocolonial contemporáneo, tiene diversas fuentes, en particular, la múltiples distancias que atraviesan las vivencias corporales del presente: distancias entre las necesidades y los medios para satisfacerlas, entre exacerbación consumista y vivencialidad de su exclusión, entre metas socialmente valoradas y capacidades disponibles para acceder a ellas; distancias sociales, finalmente, dadas entre la sofisticación de los marcadores sociales para ser reconocido como ‘gente’ y la precarización de la vida cotidiana y depreciación de las corporalidades sistémicamente definidas como superfluas.
En la lógica práctica de la regulación de las sensaciones, la violencia colonial reposa en la economía moral del fetichismo. El fetichismo/fetichización implica fundamentalmente un proceso de sustitución de los sentimientos, las emociones y los deseos por esa única forma de percibir, ver y sentir propiamente moderna/colonial que es el interés. A través del fetichismo de la mercancía tiene lugar la instalación del interés como el medio por excelencia de producción y regulación de las sensaciones y las relaciones, aquellas propias de la ‘realidad’ colonial.
En efecto, los efectos fetichizadores y fetichizantes de la mercancía están en el meollo de los dispositivos de regulación de las sensaciones propias del mundo colonial: tanto en relación a la producción de la violencia extrema de la expropiación (originaria y sistemática), cuanto respecto a la fractura de las resistencias anti-imperiales. Sin esa fascinación sobrenatural que invierte el estatus y condición de los objetos-portadores-de-valor en ‘algo sagrado’ (motivo de veneración y culto, en Marx; sacrificio, en Simmel) no se podrían entender cómo, desde el interior mismo de las culturas-en-proceso-de-expropiación, se fracturan las resistencias decoloniales y se invierte la dirección de las fuerzas sociales para facilitar ahora la penetración del impulso colonizador.
Es el fetichismo de la mercancía el que, de uno y otro lado del proceso expropiatorio, alimenta esa ansia insaciable de posesión y el que instituye, como primer acto de veridicción, el valor de cambio como la medida de todas las cosas. Ese fetichismo produce la integración de la historia del expropiador y el expropiado en la unidad (dialéctica) de la realidad colonial: realidad-historia que, desde la mirada de la razón imperial, motiva y justifica la violencia extrema de la conquista infinita, bajo los presupuestos de la ‘acción civilizatoria’ y que, desde la perspectiva del colono, reviste el proceso expropiatorio en fantasía colonial, en carrera desenfrenada hacia la meta –por cierto, quimérica- del ‘progreso’.
La colonización del deseo por el interés constituye un proceso a través del cual se instala el fetichismo como principal dispositivo de regulación de las sensaciones, de expropiación del propio sentir. A través de este proceso tiene lugar también la inversión de la violencia destructiva del acto expropiador en fuerza creativa del ‘mundo del progreso’.
Bajo el prisma del interés, la violencia colonial no se presenta ya como ‘imposición’, ‘heteronomía’ o ‘sometimiento’, sino más bien como ‘libertad’; una violencia propiamente productiva que se despliega bajo el imperativo de la ‘autonomía’; que produce, desde el interior de la existencia, las formas de existencia precisamente ajustadas a la vigencia y reproducción de la dominación colonial, y que, de tal modo, hace posible una forma de dominación de larga duración.
En este punto se hace evidente cómo, en la dinámica de los procesos expropiatorios, la colonización de los territorios se proyecta en la de las subjetividades e identidades colectivas. La dinámica expropiatoria instala, como violencia endémica, de la vida cotidiana, la lógica del extrañamiento, la ‘inversión de las miradas’ que es lo propio de la mirada colonial del mundo. La lógica de la inversión (del capital) implica así la producción colonial de identidades invertidas; vidas vividas al revés: vividas por otros y para otros.
En la producción y legitimación de la mirada colonial del mundo, la ciencia (oficial) cumple aquí su función religiosa de consagrar esta visión como verdad. Desde sus distintas disciplinas acostumbrará a los cuerpos a asumir como verdaderos los dictatums de la mirada invertida: a ver como normal que ‘gobernantes democráticos’ ejercen legalmente la violencia contra sus pueblos; que sus ‘representantes’ asumen la defensa de sus saqueadores; que los ‘funcionarios públicos’ funcionan como gestores de intereses privados. En fin, como desde sus orígenes, la ciencia oficial acostumbrará a los cuerpos a asumir la destrucción en nombre del ‘desarrollo’; a ver cómo la barbarie se impone en nombre de la ‘civilización’.
Frente a ese ‘destino’ hegemónico, las luchas como las de las múltiples asambleas anti-mineras, campesin@s y pueblos originarios, entre otros, resultan expresiones de identidades en re-existencia (Porto Goncalves, 2005); colectivos que pugnan por abrir los territorios hacia otras identidades posibles.
Esas voces rebeldes de cuerpos en resistencia esbozan, así, el alumbramiento de una razón decolonial que quiere abrirse paso en la historia (Castro Gómez y Grosfoguel, 2007); una razón decolonial que brota de la reapropiación de la propia sensibilidad corporal: cuerpos dueños de su sentir; capaces de sentir y expresar la bronca y la indignación que surge del dolor de la expropiación y de poner en movimiento de rebeldía esas pasiones, probablemente –ciertamente- anunciadoras de otros mundos posibles.
Bien válida la aclaración de Castells (1998), esto “no quiere decir que hayan surgido de repente unos nuevos ciudadanos internacionalistas, de buena voluntad y generosos. Aún no.” Sí significa, al menos, que estos movimientos constituyen de por sí, para sus protagonistas, nuevos espacios de subjetivación. En tal sentido, son una apuesta a la utopía y a la esperanza, contra el cinismo o la resignación que pregonan -en nombre del ‘realismo’- la aceptación de lo horroroso.
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[1] Como lo señalaran inicialmente Simmel y Weber en sus analíticas de la racionalización, Elías en su investigación etno-histórica sobre los orígenes de ‘el proceso de la civilización’ indica que la emergencia de la ‘buena sociedad civil’ se funda no en una supresión de la violencia, sino en una transformación de sus modalidades y objetos de aplicación. Las nuevas formas sociales de la violencia “exigen y fomentan propiedades distintas de las de los combates que se libraban con las armas en la mano: reflexión, cálculo a más largo plazo, autodominio, regulación exacta de las propias emociones, conocimiento de los seres humanos…” (Elías, 1989: 72) [El resaltado es nuestro].
A diferencia de los centros imperiales donde la regulación de las sensaciones implica fundamentalmente la producción del nuevo ethos civilizatorio mediante la colonización de las emociones y el deseo por el interés (Foucault, 2007: 64), en las periferias coloniales la regulación de las sensaciones está inicial y principalmente dirigida a hacer soportable el dolor social producto de la expropiación.